domingo, 7 de octubre de 2012

Incumprimento.



          Por M. da Roura.

Acórdome moi ben que me dixeches
que mo habías de dar tralo muíño,
Pero quedaches dormida e non viñeches,
porque non te vin pasar polo camino.

E foi tanto o mal que lle fixeches
á miña adoración, ao meu cariño,
que quedei por alí botando pestes,
trala túa ventana aghochadiño

Daquel, mozo, bo mozo, que tiveches,
daquel mozo queredor e tan boíño
no sabes ti aínda o que perdeches:

E porque cho pedín e non mo deches
cando te encontrei soa no camiño,
heiche de dar o apretón que non quixeches.




miércoles, 3 de octubre de 2012

Don Emeterio Goyenechea.


Don Emeterio Goyenechea.
                                           M. da Roura.

El almacén de Emeterio estaba situado, y supongo que aún está, a menos de treinta metros poco más o menos de la carretera que, pasando por Louro, llega a Muros (Carretera de Abaixo). La pared del almacén más cercana al mar quedaba a sólo unos pasos de la orilla, sobre todo cuando se producían mareas llenas y, con más razón,  mareas vivas.

Desde donde comienza el terreno rocoso que termina en la playa de Goday hasta el Espadanal, dieron en llamarlo Playa de San Francisco, quizás por su cercanía al convento de franciscanos o, ¡quién sabe! , porque los “coristas” tenían allí, en unas rocas aisladas, su baño particular, más discreto y pudoroso. Había que guardar las formas.

Por muchos años fuimos nosotros, los hijos de Louro, los únicos beneficiarios de toda aquella extensa playa. Nadie nos la discutió. Ni turismo organizado y multitudinario, ni circunstancial. Las clases medias de Muros, un tanto beatonas, solamente frecuentaban el convento. Por aquellos tiempos las desnudeces públicas en la playa tenían sus detractores, usuarios y abstencionistas.
La playa de San Francisco tuvo tres nombres más, aparte del primigenio: Playa de Emeterio, Playa de Chiquillo y Playa de Conachea. Cuatro nombres para una sola playa y los cuatro fueron aceptados  y usados indistintamente durante muchos años.

El exceso de nominaciones que se le dieron a este espacio de terreno en la misma época y sin que un nombre excluyera a los demás resulta extraño y, sin embargo, así ocurrió. Louro es el único pueblo colindante con la playa aludida y fue, asimismo, quien la usó y la gozó, aprovechando todas las posibilidades que ofrecía, sobre todo en los, desafortunadamente, cortos veranos. ¡Tiempos aquellos!

Allí no había turistas, quitasoles, sillas extensibles, toallas, cremas, gafas obscuras ni el gritico cursi cuando la ola alcanzaba nalgas temerosas… Sólo niños con el pipí al viento, absolutamente desinhibidos, se bañaban, jugaban con una pelota o se lanzaban nadando mar adentro para demostrar su valentía o su destreza…

Regreso al cuento: En aquel almacén se había establecido años antes un señor vasco llamado Emeterio Goyenechea. Este empresario, casado y con una hija ya mayor, trajo de su tierra una manera de trato y de lenguaje que no necesariamente concordaba con lo que escuchábamos en otras personas no gallegas.

En su castellano, ciertos modismos, giros, acentos, etc., llamaban la atención del nativo, en particular del niño y del adulto con poca o ninguna preparación y mundología. Parece que, ocasionalmente,  Don Emeterio, dirigiéndose a los niños o aludiéndolos, les llamaba “chiquillos”; en vez de niños, pequeños, muchachos, etc., decía “chiquillos”. Palabra esta que, si bien la conocíamos,  no la usábamos y nos sonaba chocante. Esto fue la causa de que la playa comenzara a llamársele Playa de Chiquillo, así como al pinar y a la fábrica.

Algo parecido pasó con la palabra Goyenechea. Este apellido vasco de toda vasquedad, no era precisamente fácil y digerible y, para nosotros, resultaba raro y dificultoso.  Un vecino chistoso, y un tanto sinvergüenza, cambió un día el apellido de Don Emeterio y lo nombró con la palabra “Conachea” y … ahí se quedó: Don Emeterio de Conachea, la playa, el almacén y el pinar de Conachea.

Don Emeterio pasó a ser simplemente Conachea: Una palabra compuesta, inventada por algún imbécil y que tuvo éxito inmediato. Se impuso. Para el no gallego, la palabra “conachea” no tiene significado alguno, no dice nada, pero para el criado en Galicia sí lo tiene, sino escatológico, picante y desvergonzado, amén de su no frecuente estructura gramatical: nombre y adjetivo juntos.

De este error o no error, que cometió no sé quién y que rápidamente se extendió por la aldea, el almacén, el pinar, la playa y Don Emeterio adquirieron un nuevo y no muy agradable nombre: Conachea. Aun recuerdo con desagrado y tristeza los gritos de los niños, quienes, en grupo, pasaban (¡pasábamos!) corriendo por la puerta del almacén de don Emeterio gritando: -¡Conachea..! ¡Conachea..!

Los niños son a menudo crueles y no saben ni pueden dominar los instintos que con demasiada frecuencia los empujan a golpear y herir al indefenso. Y Don Emeterio lo era.

A veces pienso en aquel viejo vasco, Don Emeterio Goyenechea, quien ya retirado y no precisamente rico, estaba obligado a soportar insultos de niños a quienes jamás hizo daño. Me figuro  al hombre, sentado en la sala al lado de su esposa María, crispándose, indefenso, cuando oía las voces, a veces no tan infantiles, gritando: -¡Conachea! ¡Conachea!...

 Don Emeterio no conocía el significado, pero sabía bien que aquellos gritos le iban dirigidos. A él precisamente, quien jamás hizo daño a nadie. ¡Cosas veredes!              



sábado, 14 de julio de 2012

CUANDO NOS ENCONTREMOS


M. da Roura.                                                                                                               
                     

Cuando  nos encontremos en la altura
Ocultarás tu rostro entre mi barba,
Enlazaré mi brazo en tu cintura
Y sentirás amor frente a tu cara.

Rodeados por celajes de ternura,
Buscaremos remanso de la calma,
 Hipotético el cuerno de la luna,
Habrá, sólo entre dos, una mirada.

No sentir el dolor ni pena alguna
Ni cosa que lastime, ni habrá nada
Que maltrate, que hiera y nos desuna.

Cambiantes las facetas de la Luna,
Bajo la noche obscura y moteada
Florecerán querencias, una a una. 

                                                    (Manuel Silva Fernández)


sábado, 19 de mayo de 2012

PENACHO DE PERICO Y LA SEGUNDA REPÚBLICA



PENACHO DE PERICO Y LA SEGUNDA REPÚBLICA

    Por  M. de Roura.

14  de Abril de 1931. Peregrino Louro (para todo el mundo, Penacho) tendría para aquel entonces unos trece o catorce años. Era alto, flaco, huesudo y desgarbado.
Siempre con la misma ropa remendada y sucia, la boina agujereada y las alpargatas rotas. Si alguna vez mudaba de vestimenta, no se notaba. Siempre parecía la misma.
Penacho era uno de los muchos hijos de una viuda que quizás por cansancio o porque el muchacho resultó incorregible, jamás lo mandó a la escuela ni lo puso a trabajar. Penacho fue creciendo, correteando por entre las casas y corredoiras loureanas, ajeno a todo sentido de responsabilidad para consigo mismo y para con los suyos. De vez en cuando se arrimaba a puertas que consideraba propicias y, sin la menor timidez, reclamaba comida. A veces le daban borona, otras una taza de caldo y…poco más. No era raro que, tras la dádiva, se escuchara el desagradable: “¡Anda!, ¡vai traballar!”. Tampoco faltaba el “vai á merda”, pero ya Penacho estaba acostumbrado y no se enfadaba. Penacho vivió de milagro y, de tal manera se adaptó, que lo circunstancial se convirtió en norma.
El flaco y harapiento Penacho, durante tres o cuatro años, fue mi jefe. Y lo fue también de todos los niños que, como yo, frecuentaban la "Eira dos Marcos" y cuya edad no excedía los diez años. En tal sentido, Penacho era cuidadoso: En su cuadrilla no había lugar para niños cuya edad o tamaño constituyeran un peligro a futuro para el legítimo jefe, ¡faltaría más!.  Porque, ahí, precisamente  en esa jefatura conseguida a pulso y por méritos propios, tenía Penacho asegurada, si no la dieta diaria, una buena parte de ella: El “vai á túa casa e tráesme un anaco de boroa e, se non ma traes, non xogas”, podía reforzarse  con un: ademais douche una hostia”. Penacho excluía también de su grupo a todo niño que tuviera hermanos mayores, padres con mala leche o madres demasiado sensibles. En algunos casos, el hombre había sufrido agresiones  que no sólo dañaron su cuerpo sino que su prestigio de caudillo quedó malparado. Era, pues, necesario conocer bien a su tropa y, por supuesto, autoconocerse para actuar en consecuencia, o no actuar. La vida, gústenos o no, es compleja e imprevisible y, para vivirla con cierta normalidad, es necesario saber hasta dónde se puede llegar. Sólo el tonto se lanza al vacío sin alas que lo sostenga. En tal sentido Penacho era consciente de sus carencias.
La más notoria, por supuesto, estaba en sus escasas ganas de trabajar y ganarse la vida. La monserga que todos los padres aconsejan, casi siempre sin éxito, sobre el trabajo honesto y la honradez, nunca entró en el cerebro de Penacho. En tal sentido, las puertas de la razón y de la lógica las tenía cerradas a cal y canto… De trabajar: ¡Nada!.
En la tarde del día catorce de Abril de 1931, llegó Penacho a la "Eira dos Marcos". Llegó alterado, corriendo y gritando: “¡Hai república!, ¡me cagho no carallo!, ¡hai república!. “Botaron ao Rei e puxeron una república…” …”Bueno, replicó uno de los niños: “E esa república  que é?”. “Para que serve?”. “Bueno, eu non sei que é nin para que serve, pero agora mesmo eu podo matarte, e non me fan nada. “Agharro un pau, rómpoche a cabeza, quedas morto no chan e voume tranquilo para a miña casa”. “Si”, dijo irónicamente otro. “¡Como non! O meu pai vai deixar que me mates e que te vaias tranquilo…Cólleche polo fondillo e métache no cu a túa república”…Penacho calló y su desilusión fue visible. El razonamiento del compañero tenía lógica.
Lo que aquí estoy expresando, palabras más palabras menos, lo oí hace muchísimos años, allá en una esquina de la "Eira dos Marcos". Lo dijo Penacho…¡Doy fé!.
Penacho, mi jefe, sin saberlo, estaba ejerciendo de vocero del reducido grupo de labradores medios del Louro arcaico que, así mismo, tenía su control ideológico en el Convento. ¡Pobre Penacho! Uno, a veces, no sabe para quién trabaja. Un día Penacho me dio una pedrada y me hirió en la cabeza. Al verme sangrar, vino hacia mí, se sacó la camisa y, con ella, me secó la sangre. Vi como lloraba. Estaba angustiado: “Non é nada Manoeliño. É só unha rabuñada. Non chores. Foi sen querer…”
Allí había un hombre bueno y sensible. Pude verlo.
Cuando, a principios de los años cuarenta, llegué a Louro, supe que Penacho había muerto. Aún no tendría veinte años…El hambre hace su labor y siempre acorta el camino. ¡Penacho!: Símbolo anárquico del primitivismo más puro y más sincero.

lunes, 27 de febrero de 2012

JOSÉ VIGO LAGO


 


                                                      Manuel da Roura

lunes, 23 de enero de 2012

Memoria histórica: MANOLO DE FERMÍN.


MANOLO DE FERMÍN.
Por Manuel da Roura.

Manolo de Fermín vivía en la Pallagheira. Era hijo del señor Fermín, quien fue sacristán de Louro por muchos años. Manolo era alto, flaco, huesudo y muy tímido. Nunca fue a la escuela y, por lo tanto, ni siquiera entendía en castellano.

            Se casó, o lo casaron, con una de A Beira. No hubo hijos. Su concuñado, el Susano, en Junio de 1936, lo convence para que lo acompañe a la siega del trigo que, por esas fechas se cosechaba en los grandes latifundios de León y de Castilla.

            Salieron a pie con intención de llegar andando, o como buenamente pudiesen, hasta la provincia de León, donde se suponía que encontrarían los primeros trigales.

            Un mes después, regresó a Louro el Susano. Llegó solo. Manolo de Fermín no vino. ¡se perdió! La explicación del Susano fue lógica, pero terrible: Allá en una estación rural del ferrocarril, por los Ancares, se escondieron los dos hombres en un  vagón de carga de un tren que acababa de llegar. El Susano se metió en una esquina del  Vagón y le dijo a Manolo que se metiera en la otra y se tapara con la lona.

            El tren arrancó y volvió a parar en otra estación, donde vigilaba una pareja de la Guardia Civil. En un intento que el Susano hizo para saber donde estaban, levantó un poco la lona y uno de los guardias lo vio. Con un gesto, le ordenó que bajara y se lo llevó a la oficina de la estación para interrogarlo. Mientras tanto, el tren reanudó la marcha y se perdió por lontananza, llevándose a Manolo.

            El Susano estuvo tres o cuatro días detenido. Luego lo pusieron en otro tren, ahora de pasajero, y, en unas horas, llegó a Santiago. De allí, y como buenamente pudo, regresó a Louro.

            Días después, ni siquiera había pasado una semana, comenzó la Guerra Civil Española.

            De Manolo de Fermín , del Manolo analfabeto, del Manolo torpe, jamás se supo, ¡se perdió!.

            Tres años después, se terminó la guerra y, a estas alturas, pasados setenta años, Manolo es sólo un recuerdo en mi cabeza. Sólo en la mia…, supongo.