Don Emeterio Goyenechea.
M. da Roura.
El almacén de Emeterio estaba situado, y supongo que
aún está, a menos de treinta metros poco más o menos de la carretera que, pasando
por Louro, llega a Muros (Carretera de Abaixo). La pared del almacén más
cercana al mar quedaba a sólo unos pasos de la orilla, sobre todo cuando se producían mareas llenas y, con más razón, mareas vivas.
Desde donde comienza el terreno rocoso que termina en
la playa de Goday hasta el Espadanal, dieron en llamarlo Playa de San
Francisco, quizás por su cercanía al convento de franciscanos o, ¡quién sabe! ,
porque los “coristas” tenían allí, en unas rocas aisladas, su baño particular,
más discreto y pudoroso. Había que guardar las formas.
Por muchos años fuimos nosotros, los hijos de Louro,
los únicos beneficiarios de toda aquella extensa playa. Nadie nos la discutió.
Ni turismo organizado y multitudinario, ni circunstancial. Las clases medias de
Muros, un tanto beatonas, solamente frecuentaban el convento. Por aquellos
tiempos las desnudeces públicas en la playa tenían sus detractores, usuarios y
abstencionistas.
La playa de San Francisco tuvo tres nombres más,
aparte del primigenio: Playa de Emeterio, Playa de Chiquillo y Playa de
Conachea. Cuatro nombres para una sola playa y los cuatro fueron aceptados y usados indistintamente durante muchos años.
El exceso de nominaciones que se le dieron a este
espacio de terreno en la misma época y sin que un nombre excluyera a los demás
resulta extraño y, sin embargo, así ocurrió. Louro es el único pueblo
colindante con la playa aludida y fue, asimismo, quien la usó y la gozó,
aprovechando todas las posibilidades que ofrecía, sobre todo en los,
desafortunadamente, cortos veranos. ¡Tiempos aquellos!
Allí no había turistas, quitasoles, sillas
extensibles, toallas, cremas, gafas obscuras ni el gritico cursi cuando la ola
alcanzaba nalgas temerosas… Sólo niños con el pipí al viento, absolutamente
desinhibidos, se bañaban, jugaban con una pelota o se lanzaban nadando mar
adentro para demostrar su valentía o su destreza…
Regreso al cuento: En aquel almacén se había
establecido años antes un señor vasco llamado Emeterio Goyenechea. Este
empresario, casado y con una hija ya mayor, trajo de su tierra una manera de
trato y de lenguaje que no necesariamente concordaba con lo que escuchábamos en
otras personas no gallegas.
En su castellano, ciertos modismos, giros, acentos, etc.,
llamaban la atención del nativo, en particular del niño y del adulto con poca o
ninguna preparación y mundología. Parece que, ocasionalmente, Don Emeterio, dirigiéndose a los niños o
aludiéndolos, les llamaba “chiquillos”; en vez de niños, pequeños, muchachos, etc.,
decía “chiquillos”. Palabra esta
que, si bien la conocíamos, no la
usábamos y nos sonaba chocante. Esto fue la causa de que la playa comenzara a
llamársele Playa de Chiquillo, así como al pinar y a la fábrica.
Algo parecido pasó con la palabra Goyenechea. Este
apellido vasco de toda vasquedad, no era precisamente fácil y digerible y, para
nosotros, resultaba raro y dificultoso. Un
vecino chistoso, y un tanto sinvergüenza, cambió un día el apellido de Don
Emeterio y lo nombró con la palabra “Conachea” y … ahí se quedó: Don Emeterio
de Conachea, la playa, el almacén y el pinar de Conachea.
Don Emeterio pasó a ser simplemente Conachea: Una
palabra compuesta, inventada por algún imbécil y que tuvo éxito inmediato. Se
impuso. Para el no gallego, la palabra “conachea” no tiene significado alguno,
no dice nada, pero para el criado en Galicia sí lo tiene, sino escatológico,
picante y desvergonzado, amén de su no frecuente estructura gramatical: nombre
y adjetivo juntos.
De este error o no error, que cometió no sé quién y
que rápidamente se extendió por la aldea, el almacén, el pinar, la playa y Don
Emeterio adquirieron un nuevo y no muy agradable nombre: Conachea. Aun recuerdo
con desagrado y tristeza los gritos de los niños, quienes, en grupo, pasaban
(¡pasábamos!) corriendo por la puerta del almacén de don Emeterio gritando:
-¡Conachea..! ¡Conachea..!
Los niños son a menudo crueles y no saben ni pueden
dominar los instintos que con demasiada frecuencia los empujan a golpear y
herir al indefenso. Y Don Emeterio lo era.
A veces pienso en aquel viejo vasco, Don Emeterio
Goyenechea, quien ya retirado y no precisamente rico, estaba obligado a soportar
insultos de niños a quienes jamás hizo daño. Me figuro al hombre, sentado en la sala al lado de su
esposa María, crispándose, indefenso, cuando oía las voces, a veces no tan
infantiles, gritando: -¡Conachea! ¡Conachea!...
Don Emeterio
no conocía el significado, pero sabía bien que aquellos gritos le iban
dirigidos. A él precisamente, quien jamás hizo daño a nadie. ¡Cosas veredes!